lunes, 29 de agosto de 2011

Experimento Ventidós

El cielo gris se fue despejando paulatinamente después de la tormenta. Con sorpresa, los habitantes de los dos mundos vieron que el sol ya no era amarillo, se había ubicado en el cenit y ahora brillaba negro e imponente. A su alrededor un halo verdoso se fundía con un tono grisáceo, para terminar en una cirfunferencia perfecta rodeada de un blanco mar de tranquilidad. Una traviesa estrella café oscuro se asomaba tímidamente en el suroccidente. Tras el firmamento un alma serena llenaba esos dos mundos de amor.

martes, 19 de julio de 2011

Experimento Ventiuno

Se ensimismó en la lecura del viejo libro, lleno de sabiduría. Presa del pánico notó cómo el libro también lo leía a él, a través de todos sus ojos en forma de O.

jueves, 24 de marzo de 2011

Experimento Veinte

A lo largo de los años había venido acumulando cartas en un viejo baúl. Cartas escritas meticulosamente en una mesa inestable de madera, bajo la ténue luz de una lámpara vieja y la luna llena. Sentóse una noche en su habitación, toda amarilla y bohemia; sacó un pergamino limpio y empezó a escribir una nueva carta. Cuando la hubo terminado, la envolvió cariñosamente en un sobre blanco. Quiso almacenarla, pero ya no cabía en el baúl. El baúl estaba atiborrado de mensajes sin destinatario, concretos como telegramas, profundos como elegías. No había lugar para éste, el más especial de todos. Sintió una gran opresión en el pecho, y una pared se derrumbó en su interior con una explosión sorda. La presión acumulada ocasionó que las cartas volaran por toda la habitación, como si de un huracán se tratase, y se posaran desordenadas sobre su cama, también amarillenta. Su rostro estaba húmedo, quizá de lágrimas... Tomó su bata de dormir, calzó sus babuchas y en cada sobre escribió ese nombre que le retumbaba siempre en la mente. Los guardó en una bolsa de tela y las estrellas guiaron su camino hasta el buzón. Al regresar a casa su gato le esperaba sentado en la cómoda verde de terciopelo alumbrado por la lámpara de luz amarillenta, su mirada era compasiva y si se hubiera observado con más detalle hubiéramos notado cómo asintió.

sábado, 5 de febrero de 2011

Experimento diecinueve

Adentróse sin asomo de escrúpulo al pululante mercado de las pulgas, donde el polvo, el olor a metal antiguo y el sabor a un pasado lejano le causaban escozor en la nariz. Recorrió presuroso el laberinto de pasillos ocre y tiendas ruidosas, de su mano pendía un hilo de ariadna y su mente repetía contínuamente una dolorosa canción. Halló entre la algarabía aquello que buscaba, una vieja máquina de escribir. Tan antigua que parecía de cobre; sus tipos estaban gastados, algunos de ellos torcidos hasta el punto de no encajar más en la cabecilla. Poca tinta debía quedarle al carrete, y una hoja nueva y blanca que pasare por su rodillo, se volvería al instante vieja y derruída; se contagiaría de antiguedad y olvido. La tomó, pagó su valor histórico con una suma irrisoria, la puso en su regazo y caminó silente bajo la copiosa lluvia. Sentóse bajo un árbol y la puso frente a sí, sus ojos cerrados y sus manos extendidas, como si fuera ciego y quisiera adivinar el color de el artefacto frío y oxidado que tenía enfrente. Colocó en ella una hoja limpia, y con cada tecleo la hoja se tornaba más sepia. Plasmó así su carta de renuncia, en esa hoja sepia, con caracteres desalineados, manchones de tinta y errores de ortografía. Al terminarla se colgó en una rama del frondoso árbol y la lluvia borró sus facciones. Tras la lluvia la carta permaneció allí, húmeda e irrevocable.