sábado, 5 de febrero de 2011

Experimento diecinueve

Adentróse sin asomo de escrúpulo al pululante mercado de las pulgas, donde el polvo, el olor a metal antiguo y el sabor a un pasado lejano le causaban escozor en la nariz. Recorrió presuroso el laberinto de pasillos ocre y tiendas ruidosas, de su mano pendía un hilo de ariadna y su mente repetía contínuamente una dolorosa canción. Halló entre la algarabía aquello que buscaba, una vieja máquina de escribir. Tan antigua que parecía de cobre; sus tipos estaban gastados, algunos de ellos torcidos hasta el punto de no encajar más en la cabecilla. Poca tinta debía quedarle al carrete, y una hoja nueva y blanca que pasare por su rodillo, se volvería al instante vieja y derruída; se contagiaría de antiguedad y olvido. La tomó, pagó su valor histórico con una suma irrisoria, la puso en su regazo y caminó silente bajo la copiosa lluvia. Sentóse bajo un árbol y la puso frente a sí, sus ojos cerrados y sus manos extendidas, como si fuera ciego y quisiera adivinar el color de el artefacto frío y oxidado que tenía enfrente. Colocó en ella una hoja limpia, y con cada tecleo la hoja se tornaba más sepia. Plasmó así su carta de renuncia, en esa hoja sepia, con caracteres desalineados, manchones de tinta y errores de ortografía. Al terminarla se colgó en una rama del frondoso árbol y la lluvia borró sus facciones. Tras la lluvia la carta permaneció allí, húmeda e irrevocable.