jueves, 24 de marzo de 2011

Experimento Veinte

A lo largo de los años había venido acumulando cartas en un viejo baúl. Cartas escritas meticulosamente en una mesa inestable de madera, bajo la ténue luz de una lámpara vieja y la luna llena. Sentóse una noche en su habitación, toda amarilla y bohemia; sacó un pergamino limpio y empezó a escribir una nueva carta. Cuando la hubo terminado, la envolvió cariñosamente en un sobre blanco. Quiso almacenarla, pero ya no cabía en el baúl. El baúl estaba atiborrado de mensajes sin destinatario, concretos como telegramas, profundos como elegías. No había lugar para éste, el más especial de todos. Sintió una gran opresión en el pecho, y una pared se derrumbó en su interior con una explosión sorda. La presión acumulada ocasionó que las cartas volaran por toda la habitación, como si de un huracán se tratase, y se posaran desordenadas sobre su cama, también amarillenta. Su rostro estaba húmedo, quizá de lágrimas... Tomó su bata de dormir, calzó sus babuchas y en cada sobre escribió ese nombre que le retumbaba siempre en la mente. Los guardó en una bolsa de tela y las estrellas guiaron su camino hasta el buzón. Al regresar a casa su gato le esperaba sentado en la cómoda verde de terciopelo alumbrado por la lámpara de luz amarillenta, su mirada era compasiva y si se hubiera observado con más detalle hubiéramos notado cómo asintió.